Era 1988 y mis padres acababan de llegar a Los Ángeles, California, desde Oaxaca, México. De regreso en casa dejaron tres hijos: mi hermano mayor, de 8 años; yo, 1 ½; y mi hermano menor, de sólo unos meses. Se fueron para poder buscar una vida mejor para nosotros.
Mi mamá me contó que cuando llegaron por primera vez, tuvieron que vivir en las calles de Los Ángeles. Todos los días a las 5 de la mañana, los trabajadores de la ciudad los despertaban lanzando agua con una manguera para que pudieran limpiar las calles. Seis días después de su llegada, mis padres no habían comido nada durante dos días. Hambrientos, sucios y sin hogar, rezaron a Dios pidiendo una oportunidad. Horas después, un hombre que pasaba por la acera donde estaban sentados mis padres los vio y les ofreció comprarles comida. Se comieron el sándwich que el hombre les compró con enorme cuidado, asegurándose de que ni una sola migaja cayera a la acera sucia. Cuando mis padres se dieron vuelta para agradecerle al hombre, él ya había desaparecido, tan rápido y casualmente como había aparecido. Fue esta bondad de un extraño lo que dejó una marca para toda la vida en la vida de mis padres: se les había dado la oportunidad de la gracia.
Como abogado de imigración, escucho historias como estas casi todos los días de personas que escapan de la persecución y el abuso, buscando esa oportunidad que no tuvieron la suerte de tener en el lugar donde nacieron. Afortunadamente a mí también se me ha dado una oportunidad.
Tenía 11 años cuando llegué por primera vez a los Estados Unidos y comencé mis estudios aquí en mi último año de secundaria. Luego me matriculé en la escuela secundaria al sur centro de Los Ángeles. Fue allí, a los 15 años, cuando descubrí que era indocumentado. Al principio no sabía lo que eso significaba, así que decidí investigar. Asistí a una organización local sin fines de lucro en Los Ángeles que luchó (y continúa luchando) por los derechos de los inmigrantes. Allí trabajé como voluntario durante tres años. Aprendí sobre mi estatus y cómo iba a impactar mi vida adulta, pero también aprendí sobre mis derechos y la lucha por el respeto a los inmigrantes indocumentados: sobre la dignidad, la humanidad, y el empoderamiento. Allí aprendí que no estaba solo; yo era uno de los millones de inmigrantes indocumentados que luchaban por los derechos de los inmigrantes.
Me di cuenta de que la universidad estaba fuera de mi alcance financiero. A diferencia de mis compañeros, no tuve acceso a ayuda financiera para mis estudios universitarios o la facultad de derecho. Sin embargo, eso fue sólo el comienzo. Por ejemplo, en una ocasión me preguntaron por qué alguien debería arriesgarse conmigo dándome dinero si no iba a ser empleable después de graduarme. Pero ese tipo de eventos, o preguntas, no iban a impedir mis objetivos. Mis padres me habían enseñado a tener valor.
Después de unos años llegó mi oportunidad. En 2012, mientras estaba sentado en un aula de una facultad de derecho local en Minneapolis, Minnesota, mientras me preparaba para ingresar a la facultad de derecho en el otoño, el presidente Barack Obama anunció el programa que cambió mi vida: la Acción Diferida para los Llegados en la Infancia (DACA). Inmediatamente llamé a un mentor mío desde hace mucho tiempo con un millón de preguntas. Pacientemente,me explicó lo que significaba el programa para mí. Unos meses después me ayudó a completer mi primera solicitud de DACA.
Hoy soy el orgulloso propietario de mi bufete de abogados donde yo practico exclusivamente el derecho de inmigración. Defiendo a los inmigrantes indocumentados en los tribunales y frente a otras agencias federales de inmigración. Como parte de mi práctica, ofrezco cientos de horas gratuitas cada año a organizaciones locales sin fines de lucro y manejo varios casos de igual manera. Cada persona que entra por la puerta de mi oficina merece la oportunidad de vivir una vida digna. Soy abogado porque sé que, al darles esa oportunidad a los inmigrantes, pueden vivir vidas productivas y dignas.